sábado, 25 de octubre de 2014

                            José Sánchez Lecuna
     Escuela de Letras, Facultad de Humanidades y Educación 
    Martes 14 de octubre 2014, Auditorio de Humanidades


                        La literatura es un reducto de libertad espiritual y conforma
                         la última línea de defensa de la dignidad humana
                                                                                                              Gao Xingjian



                La literatura no debe ser un espacio para malabarismos con el lenguaje, debe ser un lugar, como una casa en la que uno se siente cómodo, en el que el ser humano se encuentre cara a cara consigo mismo, tanto con sus defectos como con sus virtudes, tanto con sus capacidades destructivas como con sus capacidades constructivas, tanto con su oscuridad como con su luz, con sus sufrimientos, sus penas, como sus alegrías y su júbilo, tanto con sus laberínticas travesías del desierto como con la línea recta de su ética, tanto con sus desencuentros que decepcionan como con sus hallazgos que consuelan, es decir, debe ser un lugar en el que uno mismo pueda reconocerse como es y también reconocerse en los demás como son en una nueva concepción estética y humanista, un arcoíris de un solo color: el de la fecunda imaginación que todos compartimos por igual.
                   Ésta es la tierra privilegiada de la literatura en la que todas y todos somos ciudadanos de pleno derecho.
          No hay formas de equivocarse porque la literatura nunca se equivoca, nunca miente. Siempre debe apuntar hacia las verdades del alma para iluminar sus más recónditos misterios porque, como dijo una vez Sófocles, “no hay mayor misterio que el ser humano”.
 


                         Por eso, el escritor, o la escritora, debe trabajar con lo desconocido, “con lo más desconocido”, recalcaría yo, no sólo porque representa un reto sino que pone a la luz del día lo que somos en el fondo, pusilánimes, egoístas, egotistas, etc…, para poder ir, de esta forma, alumbrando, como con una linterna que no debe apagarse nunca porque, si no, estaríamos perdidos, el sendero tortuoso de la existencia. Por ello el escritor, o la escritora, debe escribir desde lo más hondo de su autenticidad, desde su conciencia, si no, no le valdría la pena colocar dos palabras juntas, la una al lado de la otra, para darle un sentido a lo que no lo tiene ya que no fueron colocadas con verdadera honestidad. El escritor, o la escritora, no puede ser hipócrita. Así mismo el lector, o la lectora. En la escritura, con la escritura, lo genuino va primero. Si no, queda el vacío de sentido, que es el vacío real, la incomprensión, lo falso, la ilusión pura, el engaño. Porque la literatura tiene que estar siempre apegada a la vida, a los conflictos de la vida, individuales o colectivos, y siempre estar del lado del que sufre, de la que sufre, y de los que padecen, en silencio y en soledad, su propia agonía. La literatura tiene que reflejar la problemática humana existencial, tiene que reflejar los conflictos de la vida, que siempre son demasiados, a mi parecer, y que nunca acaban de resolverse.


              En su libro El oficio de vivir Cesare Pavese escribe lo siguiente: “El arte moderno es un regreso a la infancia. Su motivo perenne es el descubrimiento de las cosas, descubrimiento que puede ocurrir, en su forma más pura, solamente en el recuerdo de la infancia.”  Y añade Pavese: “El gran arte es siempre irónico, como el antiguo era religioso. Como el sentido de lo sagrado situaba las imágenes más allá del mundo de la realidad, (...), la ironía descubre debajo y en las imágenes un vasto campo de juego intelectual, una atmósfera vibrante de costumbres fantásticas y pertenecientes al razonamiento que hace de las cosas representadas otros tantos símbolos de una realidad más significativa.” 
                      Si bien el arte moderno es ironía, un regreso a los orígenes de la Belleza, y del dolor, éste debe implicar, a pesar de la ironía, una cierta consagración del artista, es decir, debe revelar un cierto carácter o sentido religioso del hecho creador y, por añadidura, de la ironía, del juego que es lo literario.                        
             Vivir es para unos niños brincar de una casilla a otra en una rayuela dibujada con una tiza en un piso de cemento y Cortázar demuestra muy bien que escribir es también, de alguna manera, brincar de casilla en casilla en una rayuela imaginaria. La piedrita que lanzan los niños es similar a las palabras que escribe Cortázar en Rayuela: son el producto del azar, y como el azar nunca es fortuito, podemos hablar de destino, como el destino de Horacio Oliveira, personaje que no logra madurar sino que se empecina en permanecer en una especie de intersticio infantil en el que el juego del amor, el juego del cruce de los umbrales, el juego con la realidad y con el mundo onírico, el juego del braceo de las ideas con sus constantes preguntas sin respuestas colman el espacio vital de la experiencia inmediata de la vida. Y me vienen, de pronto, a la mente unas palabras del propio Cortázar quien señaló: “Lo que sí creo es que la literatura tiene un margen, una latitud tan grande que permite, e incluso reclama – por lo menos, para mí – una dimensión lúdica, que la convierte en un gran juego. Un juego en el que puedes arriesgar tu vida. Un juego terriblemente peligroso, pero que conserva características lúdicas.” 
                  Se trata, por consiguiente, del juego. La vida como un juego, la escritura como un juego, siendo el de la imaginación el juego supremo. Y se trata del legado de un escritor que jugaba en serio el juego serio del compromiso del escritor con su arte, con la escritura, con la literatura y con la vida. Se trata pues, con Cortázar, de arte, pero sobre todo de solidaridad con los seres humanos.
                        Así que, me hago la siguiente pregunta: ¿Qué significa Julio Cortázar para nosotros? ¿Qué puede significar Julio Cortázar para nosotros hoy en día? Se trata de un escritor. Y se trata del legado de un “niño” grande que jugaba en serio el juego serio del compromiso del escritor con su arte, con la escritura, con la literatura y con la vida (que los contiene a su vez). Se trata pues, con él, de arte, pero también de solidaridad con el arte por una parte y con los seres humanos por otra.
                   ¿Pero, qué significa solidaridad, qué significa la palabra “compromiso” en este mundo actual, y en esta América, en donde lo solidario y el compromiso han pasado a ser meras palabras vacías, usadas y abusadas, porque pareciera que las razones y las causas por las cuales nacieron, la solidaridad y el compromiso, dejaron de existir, esfumándose con el tiempo?



                     Quiero creer que tanto la solidaridad y el compromiso van mucho más allá de cualquier circunstancia social, política y existencial que pueda experimentar y/o padecer el ser humano en un momento dado. Porque, para un escritor como Cortázar, la solidaridad y el compromiso (como para Albert Camus) se sitúan en donde deben situarse dicha solidaridad y dicho compromiso: en la vida, en los seres humanos y no en las ideas que escinden la vida y separan también a los seres humanos. Y quiero recordar, para ampliar esta reflexión, unos fragmentos de una carta de Julio Cortázar que se encuentra en Último round. En ésta escribe: “Ya no es posible respetar como se respetó en otros tiempos al escritor que se refugiaba en una libertad mal entendida para dar la espalda a su propio signo humano, a su pobre y maravillosa condición de hombre entre hombres, de privilegiado entre desposeídos y martirizados. Para mí, (...), nada de eso es fácil. El lento, absorbente, infinito y egoísta comercio con la belleza y la cultura, la vida en un continente donde unas pocas horas me ponen frente a los frescos de Giotto o los Velásquez del Prado, en la curva del Rialto del Gran Canal o en esas salas londinenses donde se diría que las pinturas de Turner vuelven a inventar la luz, la tentación cotidiana de volver como en otros tiempos a una entrega total y fervorosa a los problemas estéticos e intelectuales, a la filosofía abstracta, a los altos juegos del pensamiento y de la imaginación, a la creación sin otro fin que el placer de la inteligencia y de la sensibilidad, libran en mí, una interminable batalla con el sentimiento de que nada de todo eso se justifica éticamente si al mismo tiempo no se está abierto a los problemas vitales de los pueblos, si no se asume decididamente la condición de intelectual del tercer mundo en la medida en que todo intelectual, hoy en día, pertenece potencial o efectivamente al tercer mundo puesto que su sola vocación es un peligro, una amenaza, un escándalo (...). 

                   Prosigue Cortázar: “Incapaz de acción política, no renuncio a mi solitaria vocación de cultura, a mi empecinada búsqueda ontológica, a los juegos de la imaginación en sus planos más vertiginosos (…) En lo más gratuito que pueda yo escribir asomará siempre una voluntad de contacto con el presente histórico del hombre, una participación en su larga marcha hacia lo mejor de sí mismo como colectividad y humanidad. Estoy convencido de que sólo la obra de aquellos intelectuales que respondan a esa pulsión y a esa rebeldía se encarnará en las conciencias de los pueblos y justificará con su acción presente y futura este oficio de escribir para el que hemos nacido.”  
                        Por consiguiente, con Cortázar, se trata de una simbiosis entre el uso del lenguaje en función de una toma de conciencia de la problemática humana y el juego, lo lúdico, como única manera de cruzar la frontera que separa la función significante del lenguaje y el sentido profundo y trágico de la existencia. Para eso, el escritor debe ser libre, libre de proponer un espacio escritural diferente al que propone el canon tradicional. De esta forma, Julio Cortázar manifiesta su apego a sus continuos juegos con el lenguaje, con la fusión entre espacio y tiempo, en Rayuela, con la presencia del azar fortuito, con las coincidencias, con las sincronías, con la búsqueda de sus personajes, con el braceo juguetón con las palabras y su sentido revelador como si formaran parte de una reflexión filosófica acerca de la vida, y con un genial manejo de la imaginación que concibe el hecho literario como recreación ficticia de la existencia y como cuestionamiento permanente de dicha recreación. Famoso es el capítulo 79 de Rayuela donde se lee: “Provocar, asumir un texto desaliñado, desanudado, incongruente, minuciosamente antinovelístico (aunque no antinovelesco). (…) Así, usar la novela como se usa un revólver para defender la paz, cambiando su signo. Tomar de la literatura eso que es puente vivo de hombre a hombre (…).  Una narrativa que no sea pretexto para la transmisión de un “mensaje” (no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje, así como el amor es el que ama); una narrativa que actúe como coagulante de vivencias, como catalizadora de nociones confusas y mal entendidas, y que incida en primer término en el que la escribe, para lo cual hay que escribirla como antinovela porque todo orden cerrado dejará sistemáticamente afuera esos anuncios que pueden volvernos mensajeros, acercarnos a nuestros propios límites de los que tan lejos estamos cara a cara.
                        Extraña autocreación del autor por su obra”.

                        Cortázar propone, entonces, la idea del escritor como un anti-escritor que se asume como creación de su propia obra, como experiencia, ya que la obra propone una realidad estética “como esos sueños en los que al margen de un acaecer trivial presentimos una carga más grave que no siempre alcanzamos a desentrañar”. Y como nos lo explica con suma claridad Saúl Yurkievich, Cortázar “aprovecha lúcidamente de las libertades escriturales, de la autonomía imaginativa, del carácter no utilitario o antiutilitario del arte verbal; se deleita en el jubiloso ejercicio de armar y desarmar dispositivos, de manejar las palabras como las piezas de un rompecabezas o un mecano. (…). Así “El juego nos saca del orden obligado, de nuestras concepciones y percepciones habituales, nos abre hacia lo otro, lo inventado, lo antes imperceptible o inconcebible. El juego nos posibilita ser lo que al principio fuimos (…)”.
                        Al concebir el arte como un juego, Cortázar propone al escritor como copartícipe y víctima de su propia desacralización, de su propia desmitificación y de su propia destrucción de las estructuras tradicionales del pensamiento occidental y de la literatura, así como también de su oficio, lo cual se lo permite el lenguaje, re-situando el diálogo y la reflexión acerca de la existencia donde deben de estar siempre: en esa relación indisociable entre el ser humano y sus gestos, entre su permanente lucha por ser y por “ser en el mundo”,  entre su insensatez y su falta de conciencia, porque de eso se trata: de una toma de conciencia. Por ello el compromiso del escritor, para Cortázar, debe situarse siempre en función de lo imaginario, que es donde se sitúa el ser humano, porque lo que éste imagina determina lo que es, lo que hace y lo que “hace en el mundo” porque un ser humano que imagina, concibe el mundo y le da sentido. Y el ser humano que imagina, vive permanentemente en ese espacio imaginario donde las cosas y la vida cobran sentido. Y el propio acto de imaginar lo conforma y lo delata. 
                        El escritor, por consiguiente, ya no es un creador de lenguaje sino que el propio lenguaje es el que determina, con Cortázar, lo que es un escritor. La forma se transforma en fondo y es este fondo el que revela al que escribe. Somos lo que escribimos porque lo que escribimos nos conforma como escritores, o escritoras. De ahí, para Cortázar, y sobre todo con Rayuela, la absoluta supremacía del lenguaje ya que el escritor, en su caso, se vuelve copartícipe y copadeciente de la experiencia creativa.
                        Como éste lo señala: “En nuestro tiempo se concibe la obra como una manifestación poética total, que abraza simultáneamente formas aparentes como el poema, el teatro, la narración. Hay un estado de intuición para el cual la realidad, sea cual fuere, sólo puede formularse poéticamente, dentro de modos poemáticos, narrativos, dramáticos: y eso porque la realidad, sea cual fuere, sólo se revela poéticamente”.
                        En esto Julio Cortázar coincide con Marcel Proust cuando éste escribe en su famosa novela En busca del tiempo perdido, hablando de una obra de arte: “estaba hecha con los raros momentos en que se ve la Naturaleza tal cual ella es, poéticamente”.
                        ¿No será que en lo poético, ver la vida, asumirla poéticamente, como lo hicieron también los surrealistas, se encuentra la respuesta a lo que estamos tratando de explicar?
                        Cabe preguntarse, como lo hace Cortázar: “(..) ¿cómo manifestar de modo literario a personajes que ya no hablan sino que viven (…)?
                        Hay aquí un enigma, un misterio, una verdad que hay que desentrañar y una mentira que hay que denunciar.
                        Se trata, en realidad, de aprender a mirar, de aprender a abrazar la vida misma como si fuera un gran lienzo sobre el cual sólo se puede pensar poéticamente y el cual sólo se puede aprehender poéticamente.
                        ¿Acaso todo no consiste en formular una pregunta?

                          Señala Cortázar: “Siempre he pensado que la literatura no nació para dar respuestas, tarea que constituye la finalidad específica de la ciencia y la filosofía, sino más bien para hacer preguntas, para inquietar, para abrir la inteligencia y la sensibilidad a nuevas perspectivas de lo real. Pero toda pregunta de ese tipo es siempre más que una pregunta, está probando una carencia, una ansiedad de llenar un hueco intelectual o psicológico, y hay muchas veces en que el hecho de encontrar una respuesta es menos importante que el haber sido capaz de vivir a fondo la pregunta, de avanzar ansiosamente por las pistas que tiende a abrir en nosotros”.

                        ¿No será “lo poético” una constante pregunta, una permanente indagación en lo desconocido, en el vacío?...,  ¿y es por esta misma razón que el personaje cortazariano por excelencia (que es Horacio Oliveira) no logra liberarse de sí mismo ya que su mundo interior, como una isla, lo conforma en su totalidad?..., ¿y que es en este mismo hecho, el de vivir, donde reside lo poético…?:  la permanente pregunta sin respuesta…
                        Basta con citar nuevamente a Cortázar: “En el fondo “Rayuela” es una muy larga meditación – a través del pensamiento e incluso a través de los actos de un hombre sobre todo – sobre la condición humana, sobre qué es un ser humano en este momento del desarrollo de la humanidad en una sociedad como la sociedad donde se cumple el libro: en “Rayuela” todo está centrado en el individuo, eso es fácil de advertir. Oliveira piensa sobre todo en sí mismo, pocas veces sale de sí mismo, pocas veces se proyecta del yo al tú y mucho menos del tú al vosotros; se queda siempre centrado en una actitud fundamentalmente individualista a través de la cual mira en torno y trata de responder a las preguntas que continuamente se hace y que continuamente lo atormentan y lo preocupan”.
                     ¿No será esto vivir “poéticamente”, es decir, “sentir” antes que “ser”?
                        Horacio Oliveira es un personaje que niega el aforismo de John Donne “Ningún hombre es una isla”, y como el personaje de Meursault de “El extranjero” de Albert Camus, es una “conciencia en soledad”, imagen clara de la realidad existencial de cada ser humano en este mundo moderno en el que la soledad y el “autismo” simbólico en el cual hemos caído recalcan y confirman la idea cortazariana: la existencia como vivencia y experiencia “poética” de la realidad en soledad. Y, de esta forma, se derrumban las estructuras, la tradición, las ideas preconcebidas, las formas del conocimiento para dejar paso a ese espacio imaginario en el que viven tanto el que escribe, Cortázar, como el personaje, Horacio Oliveira quien es “escrito” siendo sujeto como objeto pensante a la vez. Y es, con esta concepción cortazariana del “espacio imaginario”, cuando logramos una aproximación a una explicación de su estética novelesca.

                        Sin embargo acá aparece la eterna dicotomía “espacio imaginario” y “los demás”. ¿Por consiguiente, cómo conciliar la imaginación con lo social? 
                        Para Cortázar se trata de hallar, como para cualquier escritor, o escritora, un equilibrio entre el contenido filosófico, que viene siendo el fondo, la materia prima de la novela, y un contenido literario, que viene siendo la forma, la estructura misma de la novela. Así el contenido literario en Rayuela contiene y abraza un contenido filosófico, determinado por una mirada sobre las cosas, sobre la existencia y sobre el mundo, como sucede por ejemplo con las películas de un Federico Fellini o, sobre todo, con las de un Ingmar Bergman. De esta forma fondo y forma forman parte de un inmenso lienzo en el que se va dibujando el destino humano con el devenir de las palabras que sólo puede ser reflejado mediante el juego. Lo lúdico le devuelve, por consiguiente, al ser humano, “su dignidad compartida en una tierra liberada”. 
                        Por ello suelto la siguiente pregunta: ¿dónde termina el juego en Cortázar y cuándo empieza la reflexión filosófica? Para mí, en Cortázar, este fenómeno poético se sitúa en un fragmento del capítulo 32 de Rayuela, en aquella famosa carta de la Maga a Rocamadour en la que ella le escribe: “Es así, Rocamadour: en París somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo, donde la gente hace todo el tiempo el amor y después fríe huevos y pone discos de Vivaldi (…). Casi no tenemos ropa, nos arreglamos con tan poco, un buen abrigo, unos zapatos en los que no entre el agua, somos muy sucios, todo el mundo es muy sucio y hermoso en París, Rocamadour, las camas huelen a noche y a sueño pesado (…). Yo no te podría tener aquí, aunque seas tan pequeño no cabrías en ninguna parte, te golpearías contra las paredes. Cuando pienso en eso me pongo a llorar. Horacio no entiende, cree que soy mala, que hago mal en no traerte, aunque sé que no te aguantarías mucho tiempo. Nadie se aguanta aquí mucho tiempo, ni siquiera tú y yo, hay que vivir combatiéndose, es la ley, la única manera que vale la pena pero duele, Rocamadour, y es sucio y amargo, a ti no te gustaría, tú que ves a veces los corderitos en el campo, o que oyes los pájaros parados en la veleta de la casa. Horacio me trata de sentimental, me trata de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar unas horas bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkin y hay que verlo aunque se caiga el mundo, Rocamadour, porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero (...)”
                        “Hay una cosa que se llama tiempo, Rocamadour, es como un bicho que anda y anda. No te puedo explicar porque eres tan chico, pero quiero decir que Horacio llegará en seguida. ¿Le dejo leer mi carta para que él también te diga alguna cosa? No, yo tampoco querría que nadie leyera una carta que es solamente para mí. Un gran secreto entre los dos, Rocamadour. Ya no lloro más, estoy contenta, pero es tan difícil entender las cosas, necesito tanto tiempo para entender un poco eso que Horacio y los otros entienden en seguida, pero ellos que todo lo entienden tan bien no te pueden entender a ti ni a mí, no entienden que yo no puedo tenerte conmigo, darte de comer y cambiarte los pañales, hacerte dormir o jugar, no entienden y en realidad no les importa, y a mí que tanto me importa solamente sé que no te puedo tener conmigo, que es malo para los dos, que tengo que estar sola con Horacio, vivir con Horacio, quién sabe hasta cuándo ayudándolo a buscar lo que él busca y que también tú buscarás, Rocamadour, porque serás un hombre y también buscarás como un gran tonto”.
                        Así la vida. Y esto es una poética en boca de un personaje tan cotidiano como lo es la Maga que no sabe nada de teorías filosóficas, no sabe nada de Nietzsche, de Kierkegaard, de Platón o de Wittgenstein, no sabe nada de canon estético, de Aristóteles o de Gaston Bachelard, porque la vida es así, una constante incógnita, una permanente lucha, una necesidad de comprender y explicar lo que no se comprende y lo que no se explica. Basta con estar vivo para hacer filosofía y para vivir poéticamente. Y en esto Cortázar es un maestro ya que sabe conciliar la filosofía y lo poético con la vida, y él lo sabe mejor que nosotros porque logra muy bien diferenciar el hecho de vivir con las diversas temáticas que versan sobre la vida pero no la tocan, la vida: ese “tener lástima de algo, de que llueva aquí dentro, de que por fin empiece a llover, a oler a tierra, a cosas vivas, sí, por fin a cosas vivas”.
                  Con este corto ejemplo se pone de manifiesto la genuina intención de Cortázar que fue siempre la de “llevar hasta sus últimas consecuencias las angustias personales de los personajes, que se expresaran de la manera más franca y abierta posible y de que esa manera esas angustias, esa sed filosófica - la filosofía es siempre eso: una sed de pasar al otro lado de las cosas - llegara directamente al lector”.
                        “Porque el mundo ya no importa si uno no tiene fuerzas para seguir eligiendo algo verdadero...”. Sí. Es cierto. Y, para mí, el compromiso del escritor debe ser antes que nada con “lo verdadero”. Y quiero creer que para Cortázar era así. Como lo señaló una vez Virginia Woolf: “el horizonte no tiene límites y nada está prohibido como sí lo están la falsedad y la simulación”. Ciertamente, la escritura tiene que comulgar con lo verdadero: si no lo hace, es puro ejercicio de lenguaje, mero vacío. Porque lo verdadero suele abrazar tanto la dignidad del ser humano como su miseria, con esa capacidad de restablecer el genuino equilibrio entre el ser humano y sus gestos, es decir, entre lo que vive y lo que hace con su imaginación. Y también porque abraza los matices de la libertad que proporciona la imaginación: esa auténtica libertad que proporciona la libertad del pensamiento, privilegio humano, y no hay mayor ni más transformadora actividad como la del pensamiento y su capacidad inherente de imaginar lo inconcebible. Luego al asumir el mundo imaginado como hecho estético que transforma y regenera la realidad, el escritor que fue Cortázar desenmascara los disfraces ficticios y arbitrarios de la realidad que nos engañan constantemente. Al transitar libremente por estos espacios abiertos de la imaginación, Cortázar aprehende lo visible y lo invisible como un todo, con esa capacidad innata de generar luces, restableciendo una verdad de las cosas, reconciliándonos con la vida, con la ironía, con la incoherencia del mundo  y con nuestro propio mundo interior. Para mí éste es el único verdadero legado de Cortázar porque, para él, todo consistía en esa "soberana libertad de un escritor de escribir lo que su conciencia y su dignidad personal lo llevan a escribir”.
                        Somos seres tan incongruentes, tan incoherentes, tan frágiles y efímeros al igual que lo fue el escritor, Cortázar, incongruente, incoherente, frágil y efímero, al igual que sus personajes en Rayuela, y tanto él como ellos, Horacio Oliveira, la Maga, y todos los demás logran redimirse con el juego poético y, de esta forma, logran sobrellevar la incongruencia, la incoherencia, la fragilidad y lo efímero de todo. 
                        Jugando los niños a brincar de casilla en casilla de una rayuela, éstos abolen, sin saberlo, el vacío de la vida colmando su espacio de sentido. 
                        Escribiendo, el escritor que fue Cortázar abole también la muerte, la ausencia de respuesta, porque la palabra colma, consuela, acompaña y justifica el sufrimiento y el extravío de sus personajes. En esto consiste su oficio: perpetuar la agonía de la conciencia humana para poder poner algo de luz en las tinieblas de la existencia.
                        ¿Acaso el juego, como la escritura, justifica la vana búsqueda del ser humano de un sentido a su “errancia” por la vida?
                        ¿No será la escritura otra “errancia” más por el universo poético de las palabras? 
                        Cortázar lo sabe, con certeza, por ello no culmina su novela. Se contenta con permanecer en el espacio vivo del juego permanente, y quizás inútil en el fondo, de la imaginación. En esto consiste su propósito: crear la novela que se basta a sí misma, como una tautología, un todo en sí mismo, a imagen y semejanza de una serpiente que se muerde la cola. ¿No se llamaba así aquel famoso “Club”…: el “Club de la Serpiente”…?

                        Para mí, la verdadera escritura cortazariana no es ni narrativa ni descriptiva, la verdadera escritura cortazariana es y será siempre una escritura de imágenes, porque es en las imágenes donde se halla la comprensión y la revelación de lo que él quiso exponer. La escritura cortazariana es una escritura de imágenes significativas y simbólicas, es decir, de imágenes con una profunda carga filosófica, una profunda carga de sentido. Esta manera de concebir la escritura fue también el fundamento de la escritura de un Marcel Proust, de un James Joyce, de una Virginia Woolf, de un Homero, de un Dante Alighieri, de un Albert Camus, de un Nikos Kazantzakis, de un Jorge Luis Borges, de un Juan Rulfo, de un Gabriel García Márquez, de un Reinaldo Arenas, de un José Saramago, de un Milan Kundera, y de tantos otros escritores, ya que el juego que se plantea con la escritura de imágenes es el de la creación de metáforas. Y Rayuela es una gran metáfora: metáfora del devenir de la pasión, que es el vivir, y también metáfora de la búsqueda incesante por parte del ser humano, porque es humano buscar en vano,  ya que se trata, con esta novela, de un inmenso retrato del espacio arquetípico del exilio como hábitat natural de sus personajes, hábitat que remite a nuestro propio hábitat de exilio donde vivimos todos, a pesar de nosotros mismos, con nuestras quimeras y nuestros sueños inconclusos, nuestros delirios insensatos, nuestros extravíos irracionales, imágenes todas de un exilio interior que Julio Cortázar supo muy bien plasmar. Este exilio, que es una condena, y también un sino, como el de Edipo, representa para Horacio Oliveira, así como para la Maga y los demás personajes de Rayuela, un Karma, un destino ineludible. Sólo la imaginación loca y delirante, las largas conversaciones entre ellos, los juegos del amor, por ejemplo, los liberan de este atavismo, de esta inmovilidad, de esta apatía arquetípica, y crónica, en la que se encuentran, para emanciparlos por unos instantes de la cárcel de su propia condición humana. De esta forma todos ellos inician su aprendizaje que consiste en sobrevivir a ellos mismos, a sus propios demonios, ya que este exilio insoportable, insostenible, intolerable, y a veces hasta escandaloso, en el que se encuentran, los hace padecer los peores tormentos.
                     Julio Cortázar supo expresar sus ideas y su concepción de la vida, por medio de una escritura hecha con imágenes, para, de forma alusiva, volver a ponernos en contacto con un sentido más profundo y, sin duda alguna, trascendente de la existencia, un sentido que nos permite restituirle su verdadera dimensión espiritual.
                        Él supo exponer lo que es la paradoja de la vida, la complejidad del alma humana, ya que el viaje de Horacio Oliveira es simple: del amor al odio, de la pasión a la acedia, de la verborrea a los largos silencios, de la compañía de los demás a la soledad más absoluta, de la tristeza a la alegría, de la cordura a la locura, Horacio es el eterno prisionero de la paradoja, y la paradoja es la fuente, el origen y la raíz misma de la sabiduría. Y, con respecto a la estética de la novela en Cortázar, dicha sabiduría se expresa a manera de una filosofía en imágenes: una visión de la vida puesta en imagen que se parece mucho al mundo de los sueños, porque la vida es un sueño, un sueño del cual, tal vez, no queremos despertar ya que, como dijo una vez Virginia Woolf: “La vida es un sueño, el despertar es lo que nos mata”.

                         Sin embargo, para Horacio Oliveira la vida es el insomnio perpetuo. Sí. La vida es el insomnio perpetuo: ni sueño ni vigilia, ni Infierno ni Paraíso, acaso el espacio de la agonía perpetua. 
                  Para Cortázar la interpretación de la naturaleza humana es sólo un acto de lectura. Por consiguiente la naturaleza humana es una enorme metáfora polifacética, entrópica, que hay que tratar de descifrar, lo cual es, creo yo, imposible. Le queda a Cortázar, como recurso literario, la ambigüedad. Y como señala Umberto Eco: “La obra de arte es un mensaje fundamentalmente ambiguo, una pluralidad de significados que coexisten en un solo significante. (...) Para llevar a cabo la ambigüedad como valor, los artistas contemporáneos recurren a menudo a lo informal, al desorden, al azar, a la indeterminación de los resultados. (...) No obstante (…) los actos estúpidos de la vida cotidiana asumen valor de material narrativo. La perspectiva aristotélica se halla de esta forma totalmente invertida; lo que, antes, era secundario, se convierte en el centro de la acción. En la novela, ya no son grandes cosas las que suceden sino la suma de pequeñas cosas, sin relación las unas con las otras, en un flujo incoherente, tanto los pensamientos como los gestos, tanto las asociaciones de ideas como los automatismos de comportamiento”. Y culmina Umberto Eco diciendo: “El poeta es la persona que, en un momento de gracia, descubre el alma profunda de las cosas; no sólo, es quien, una vez postulada el alma, la puede llevar a la existencia gracias a la palabra poética”. Porque Julio Cortázar es, antes que nada, un poeta. Un poeta que sabe participar en el juego serio que es la literatura porque “Todo es escritura, es decir fábula”: espacio natural de la ironía y de la imaginación.

                        La fábula que es metáfora, es decir, el sentido último de la verdad revelada. Y éste es el verdadero reino de un escritor, o de una escritora, porque la revelación última, como una epifanía, se halla en la ironía y en la imaginación, como un espacio natural, espontáneo, donde se sueña lo inaudito, regalándole al mundo una ventana abierta para que éste pueda emanciparse definitivamente.

                        Al cumplir este año 2014, 30 años de la muerte de Julio Cortázar y 100 años de su nacimiento, éste es el legado que nos ha dejado el gran cronopio que fue Cortázar, legado que, sin duda alguna, tenemos y tendremos que emular conscientemente…, es decir…, aprender a escribir…, acaso vivir…, “poéticamente”:

                        Pienso en los gestos olvidados, en los múltiples ademanes y palabras de los abuelos, poco a poco perdidos, no heredados, caídos uno tras otro del árbol del tiempo. Esta noche encontré una vela sobre una mesa, y por jugar la encendí y anduve con ella en el corredor. El aire del movimiento iba a apagarla, entonces vi levantarse sola mi mano izquierda, ahuecarse, proteger la llama con una pantalla viva que alejaba el aire. Mientras el fuego se enderezaba otra vez alerta, pensé que ese gesto había sido el de todos nosotros (pensé nosotros y pensé bien, o sentí bien) durante miles de años, durante la Edad del Fuego, hasta que nos la cambiaron por la luz eléctrica. Imaginé otros gestos, el de las mujeres alzando el borde de las faldas, el de los hombres buscando el puño de la espada. Como las palabras perdidas de la infancia, escuchadas por última vez a los viejos que se iban muriendo. En mi casa ya nadie dice “la cómoda de alcanfor”, ya nadie habla de “las trebes” - las trébedes. Como las músicas del momento, los valses del año veinte, las polkas que enternecían a los abuelos.
                        Pienso en esos objetos, esas cajas, esos utensilios que aparecen a veces en graneros, cocinas o escondrijos, y cuyo uso ya nadie es capaz de explicar. Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo: él entierra sus muertos y guarda las llaves. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego – encender una vela, andar con ella por el corredor – nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”. (Rayuela, capítulo 105)

                        La amiga uruguaya, escritora y poeta, de Cortázar, Cristina Peri Rossi, escribió una vez: “El secreto de los ángeles no es la longevidad, como los hombres banales suelen suponer, sino la fidelidad. Y el ángel encarnado en Julio Cortázar cumplió su sagrada misión con humildad y entrega. Ser fiel a la literatura es instaurar una ética de lo sagrado, y lo sagrado es la libertad del hombre, la identidad entre el pensamiento y la vida, la ausencia de claudicaciones. (…) Ninguna desgracia alcanza para abatir el entusiasmo de los ángeles (…) porque los ángeles no se quejan…

                        Y los ángeles nunca mueren.